Manuel Toledo Zamorano
Creemos
fundamental para poder partir de los mismos postulados diferenciar en esta ocasión
estos tres conceptos que el Arzobispo emérito de Sevilla, el Cardenal Amigo Vallejo, explicitó muy claramente en el capítulo 14 de
su libro “Religiosidad popular” y que servirán de marco de referencia de
nuestra exposición.
Hoy
en día se confunde aconfesionalidad y
laicidad con la ideología del laicismo. Por eso, desde algunos
ambientes políticos y sociales se ve la religión como el adversario a abatir y
el enemigo de la convivencia.
La
laicidad debemos entenderla como
libertad religiosa, no como reducción de la religión al ámbito privado y menos
como exclusión y persecución. Un Estado
laico no apuesta por una religión concreta ni por borrarlas a todas de la vida
pública, sino que articula institucionalmente la vida compartida, de tal modo
que todos los que las profesan se sientan reconocidos como ciudadanos, sin
tener que renunciar a la expresión de su identidad religiosa.
La
aconfesionalidad quiere decir que el
Estado debe acoger las religiones de todos los miembros de la sociedad,
considerándose la persecución y prohibición de una religión, como el mayor
gesto contra la libertad religiosa.
Un
Estado laico no puede ni ignorar ni marginar la religión, porque es algo que
interesa a la sociedad, siendo un deber del mismo el estar al servicio de la
libertad religiosa.
Juan
Pablo II decía: “Laicidad no es laicismo.
Es únicamente el respeto de todas las creencias por parte del Estado, que
asegura el libre ejercicio de las actividades del culto, espirituales,
culturales y caritativas de las comunidades de creyentes.”
Un
Estado laico no es un perseguidor de la religión, sino que es aquél que
garantiza una auténtica libertad religiosa de acuerdo con la Constitución que
regula la vida de los ciudadanos de un país y que les permite, no sólo elegir
libremente su confesión religiosa, sino el poder vivirla sin que tengan que
soportar discriminación alguna y disponer de los medios para disfrutar de esa
libertad.
En
un Estado laico no se impone una religión sino que se garantiza el que cada uno
pueda seguir la que haya elegido.
El
laicismo fundamentalista, según palabras del Cardenal Amigo se identifica con
un integrismo intransigente que impide la libertad de culto y religión
garantizadas constitucionalmente. Una cosa es que no se reconozca una religión
como la oficial de un Estado y otra la hostilidad a la confesión religiosa.
Benedicto XVI decía en su “Mensaje al encuentro sobre libertad y laicidad” que “…
parece legítima y provechosa una sana
laicidad del Estado. Una laicidad positiva que garantice a cada ciudadano el
derecho de vivir su propia fe religiosa con auténtica libertad, incluso en el
ámbito político. Que la laicidad se interprete como un compromiso para
garantizar a todos, individuos y grupos, en el respeto de la exigencias del
bien común, la posibilidad de vivir y manifestar las propias convicciones
religiosas.”
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